Durante todo este tiempo no habíamos escuchado una palabra de casa, y no sabíamos nada de los eventos que ocurrían paso en los Estados Unidos; desde luego, estábamos ansiosos de terminar nuestro viaje y estar una vez más con comunicación con el mundo exterior.
Mientras pasábamos por el camino observé un incidente que mis lectores pensarán que apenas es digno de registrar, pero que me llamó la atención en este momento muy afectadamente. En una parte estrecha de la carretera nos encontramos con una pequeña niña India de quizá doce años, llevando una gran cesta llena con algunos productos del campo sobre su espalda y guiando a su padre al mismo tiempo. El padre era viejo y ciego, pero todavía fuerte, y llevaba una carga pesada, asimismo, sobre sus hombros. Para guiarse mantenía una mano descansando ligeramente sobre la canasta de su hija, y cuando nuestro carro llegó de repente sobre ellos, y ella saltó fuera del camino para darle espacio, el la siguió, manteniendo un exacto ritmo con ella, evidentemente, en perfecta confianza con su juicio y discreción. Algo que ella puedo haber dicho en voz baja, o más probablemente su sorpresa y actitud de atención, lo llevó a pensar que había algo inusual en el espectáculo ante sus ojos, y con instinto de un hombre ciego puso su otra mano suavemente y con una caricia amorosa contra su mejilla, como si buscara adivinar sus pensamientos de los cambios que pasaban, como miedo, duda, o curiosidad animada la afectaba. De todas las escenas, que atestigüé en México, grande, hermosa, o doloroso, ninguna impresionó más vívidamente mi memoria que la de esta tímida niña, encogiéndose, con una vida cargada de responsabilidades, en toda su plenitud tan prematuramente, y su padre viejo ciego, doblado bajo la carga de los años y