colta tocó el avance, y salió el tren largo para Guadalajara; justo cuando los primeros rayos del tibio sol de otoño de los trópicos doraba las altas torres de la gran vieja Iglesia de Zacoalco—torres que han mirado a la ciudad de muros grises sin cambios durante trescientos años—y besaba las plácidas aguas de la Laguna de Zacoalco, y coronaba con gloria las grandes, antiguas, montañas revestidas de verde que rodean el siempre hermoso Valle.
A media docena de millas de Zacoalco, ascendimos una empinada colina origen volcánico, y llegamos al campo de batalla de Corona. Aquí, los imperialistas enviados por Maximiliano, para evitar que el Ejército Republicano de Occidente comandado por el General Ramón Corona avanzando desde Sinaloa, se uniera con el de Escobedo, quien comandaba al Ejército del Norte antes de Querétaro, estaban fuertemente atrincherados en la quebrada cumbre de colinas irregulares, con muros de piedra al frente. La posición controlaba ambos lados del camino y naturalmente es fuerte; pero la marea de la guerra había cambiado; los andrajosos Chinacos, quienes al principio se desmoralizaron en presencia de mercenarios austríacos, franceses y belgas, mejor entrenados y armados y, habían aprendido por experiencia como luchar contra ellos, y los invasores extranjeros estaban ahora desmoralizados y desanimados. Las fuerzas de Corona tomaron la posición a punta de bayoneta, y los imperialistas fueron totalmente derrotados, la fuerza entera fue muerta o hecha prisionera. Escobedo ya había derrotado desmembrado como basura al ejército imperialista del Norte al mando de Miramón, en Zacatecas, y estaba sitiando a Querétaro. Corona llegó antes a la Ciudad condenada justo a tiempo para participar en la más desesperada parte del conflicto.