Página:Orgullo y prejuicio - Tomo II (1924).pdf/93

Esta página ha sido corregida
91
 

En cuanto a Isabel, sus pensamientos estuvieron en Pemberley esta noche más aún que la pasada; y aunque mientras transcurría la misma pareció larga, no lo fué lo bastante para interpretar sus sentimientos hacia uno de los habitadores de aquella mansión; y permaneció echada, pero despierta, dos horas enteras tratando de concretar aquéllos. Cierto que no le odíaba. No, el odio se había desvanecido hacía mucho tiempo, y casi durante todo él se había avergonzado de haber experimentado contra esa persona disgusto alguno que pudiera recibir dicho nombre. El respeto debido a la convicción en sus valiosas cualidades, aunque admitido al comienzo contra su voluntad, hacía no poco que cesara de repugnar a sus sentimientos, subiendo de punto, hasta llegar a tornarse amistoso, con un testimonio tan alto en su favor como el que oyera y con las amigables disposiciones que él había dado a conocer el día anterior. Pero sobre todo eso, sobre el respeto y la estimación, había en ella otro motivo de benevolencia que no podía pasarse por alto. Era la gratitud; gratitud no sólo por haberla amado, sino por amarla todavía lo bastante para olvidar toda la petulancia y acrimonia de su manera de rechazarle y todas las injustas acusaciones que acompañaron a su repulsa. El que debía considerarla—y de eso estaba ella persuadida—como su mayor enemigo parecía en este encuentro casual muy ansioso de conservar su relación, y sin ninguna muestra de interés falta de delicadeza y sin ninguna singularidad de traza, en asunto en que sólo los dos estaban