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gunas de aquellas gentes mismas contra las cuales se revolviera su orgullo al ofrecerse a ella. «¿Cuál será su sorpresa—pensó—cuando sepa quiénes son? Ahora los toma por personas elegantes.»

Con todo, la presentación se hizo al punto; y al mencionar el parentesco, miró con rapidez a Darcy para ver cómo lo recibía, y no sin esperar que huyera tan pronto como pudiese de tan poco gratos compañeros. Que quedó sorprendido por aquella noticia se hizo evidente; soportóla no obstante con fortaleza, y en lugar de continuar adelante retrocedió con todos ellos, entrando en conversación con el señor Gardiner. Isabel no pudo menos de alegrarse y considerarse triunfante. Era consolador que él supiese que tenía algunos parientes de los que no era preciso avergonzarse. Escuchó muy atenta cuanto pasaba entre ellos, congratulándose de toda locución, de toda frase de su tío que denotara su inteligencia, su gusto y sus buenos modales.

La conversación recayó pronto sobre la pesca, y la joven oyó que Darcy invitaba a su tío a pescar allí siempre que quisiera mientras se encontrase en la próxima ciudad, ofreciéndose además a procurarle aparejos de pesca y señalándole los puntos del río donde de ordinario había más entretenimiento. La señora de Gardiner, que paseaba cogida del brazo de Isabel, la miraba con expresión de asombro. Isabel nada dijo, pero agradóle mucho todo eso; el cumplido tenía que ser de seguro por ella. Su asombro, con todo, era extraordinario, y sin cesar se repetía: «¿Por qué está tan cambiado?