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tido común en ésta; y por lo malísima que para la misma podía resultar, no pudo menos de pedir a su padre que no la dejase ir. Hízole presente las inconveniencias de la conducta general de Lydia, las escasas ventajas que podía obtener con la amistad de una mujer como la señora de Forster, y la posibilidad de que con semejante compañía fuese aquélla todavía más imprudente en Brighton, donde las tentaciones habían de ser mayores que en casa. El la escuchó con atención y le dijo:

—Lydia no estará tranquila hasta que se exhiba en un sitio u otro, y nunca podremos esperar que lo haga con tan poco gasto o sacrificio para su familia como en las presentes circunstancias.

—Si conocieras—díjole Isabel—los grandes daños que a todos nosotros puede acarrear lo que el público diga sobre el proceder inconsiderado e imprudente de Lydia, y aun los que nos ha acarreado ya, segura estoy de que juzgarías la cuestión de modo muy diferente.

—¡Que ya os los ha acarreado!—repitió el señor Bennet—. Qué, ¿ha ahuyentado ella a alguno de tus pretendientes? ¡Pobre Isabelita! Pero no te descorazones. Esos jóvenes delicados que no pueden estar en relación con un pequeño absurdo no valen la pena. Ven, hazme conocer la lista de los piadosos muchachos que hay huidos por las locuras de Lydia.

—Estás muy equivocado. No experimento esos daños. No me quejaba de peligros particulares, sino de los generales. Nuestro crédito, nuestra respeta-