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el mismo testimonio. Supónese que tu hija Isabel no llevará largo tiempo el nombre de Bennet después de dejarlo su hermana mayor, y que la pareja elegida por su hado puede razonablemente considerarse como uno de los más ilustres personajes de este país.

—¿Puedes, Isabel, conjeturar lo que quiere decir eso?

»Ese joven está adornado de modo especial con cuanto un corazón mortal puede suponer: soberbias propiedades, ilustres parientes, extenso patronato. Mas, a pesar de todas esas tentaciones, permíteme advertir a mi prima Isabel y a ti mismo los peligros a que podéis exponeros por una precipitada aceptación de las proposiciones de semejante caballero, las cuales, como es natural, os inclinaréis a considerar como inmediatamente ventajosas.

—¿Tienes idea, Isabel, de quién es el caballero? Pero ahora sale.

»Mi motivo para advertirte así es el siguiente: tenemos razones para creer que su tía, lady Catalina de Bourgh, no mira ese casamiento con buenos ojos.

—Como ves, el hombre en cuestión es el señor Darcy. Me parece, Isabel, que te habré sorprendido. ¿Ha podido Collins, o han podido los Lucas escoger en el círculo de nuestras relaciones otro cuyo nombre descubriera mejor la mentira de lo que propalan? ¡El señor Darcy, que jamás mira a ninguna mujer sino para censurarla, y que proba-