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LXXXVIII
Origenes de la novela

no pudo menos de elogiarse á sí mismo candorosamente: «Et como quier que este libro fizo D. Johan en manera de fabliella, sabed, señor infante, que es muy buen libro et muy aprovechoso, et todas las razones que en él se contienen son dichas por muy buenas palabras et por los muy fermosos latines que yo nunca oí decir en libro que fuese fecho en romance». Este singular cuidado del estilo, esta preocupación literaria, tan rara en la Edad Media, aleja notablemente el arte reflexivo de D. Juan Manuel de la espontaneidad abandonada y genial de Ramón Lull. Don Juan Manuel era un escritor aristocrático y refinado; R. Lulio un predicador popular, un asceta sublime, un iluminado. Entre dos naturalezas tan diversas pudo haber contacto fortuito, pero no verdadera compenetración. R. Lulio influyó en D. Juan Manuel como tratadista enciclopédico y como autor de apólogos y fabliellas, pero su misticismo y su doctrina de la ciencia le fueron extraños siempre; no así sus razones de teología popular, que acepta y da por buenas en varios pasajes de sus obras.

El Libro de los Estados, que es la más extensa, aunque no la más importante de las obras del egregio sobrino del Rey Sabio, tiene notoria semejanza con el Blanquerna en cuanto ofrece una revista completa de la sociedad del siglo XIV en todas sus clases, condiciones y jerarquías, así de clérigos como de laicos. Pero en D. Juan Manuel esta revista es puramente expositiva, al paso que en el filósofo mallorquín está toda en acción y es el fondo mismo de la novela. Con el Libro del Gentil y de los tres Sabios conviene el de los Estados en incluir una breve comparación de las tres leyes. Pero ni este tratado, ni el Blanquerna, ni el Félix, ni mucho menos el Poema de Perceval, como alguien ha supuesto, explican los verdaderos orígenes de la ficción de D. Juan Manuel, que se deriva directamente de la tradición oriental representada por un libro de los más conocidos y famosos.

El Libro de los Estados es, sin disputa, un Barlaam y Josaphat, el más antiguo y el más interesante de los que tenemos en nuestra lengua. Pero ofrece tales divergencias respecto del Barlaam cristiano atribuido á San Juan Damasceno y vulgarizado en todas las literaturas de la Edad Media, que para mí no es dudoso que fué otro libro distinto, probablemente árabe ó hebreo, el que nuestro príncipe leyó ó se hizo leer, y arregló luego con la genial libertad de su talento, trayendo la acción á sus propios días y enlazándola con recuerdos de su propia persona. En una palabra, creemos que el Libro de los Estados, aunque en el fondo sea un Barlaam, en su forma es una nueva y distinta adaptación cristiana de la leyenda del reformador de Kapilavastu. Hasta el nombre de Johas, que D. Juan Manuel le da, parece mucho más próximo que el Josaphat griego á la forma Joasaf, usada por los cristianos orientales, la cual á su vez era corruptela de Budasf, como ésta de Budisatva; explicándose tales cambios por la omisión en árabe de los puntos diacríticos. Además, en D. Juan Manuel, los tres encuentros de Buda están reducidos á uno solo, y éste es precisamente el que falta en el Barlaam y Josaphat, aunque sea el más capital de todos en el Lalita Vistara. En D. Juan Manuel, el Príncipe no ve al ciego, ni al leproso, ni al viejo decrépito, sino solamente el cuerpo del ome finado, y por eso es más grande y dramática la forma de su única iniciación en el misterio de la muerte (cap. VII).

«Et andando el infante Johas por la tierra, asi como el Rey su padre mandara, acaesció que en una calle por do él pasaba, tenian el cuerpo de un home muy honrado que finara un dia antes, et sus parientes et sus amigos et muchas gentes que estaban y ayuntados,