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LXXXVII
Introducción

razones que fallé scritas, et otras algunas que yo puse, que pertenescian para seer y puestas». En efecto, la sencillísima fábula novelesca es casi la misma en ambas obras, si bien debe advertirse que habiéndose perdido un enorme trozo del libro castellano (desde el capítulo III al XVII), no es posible apreciar las variantes de detalle que pudo introducir el nieto de San Fernando. Lo que tenemos del principio se reduce á lo siguiente: «Dise en el comienço de aquel libro que en una tierra avia un Rey muy bueno et muy onrado et que fazia muchas buenas obras, todas segun pertenescia á su estado... Acaesció una vez que este Rey mandó fazer unas cortes, et luego que fue sabido por todas las tierras, vinieron y de muchas partes muchos omnes ricos et pobres. Et entre las otras gentes venia y un escudero mancebo, et commo quier que él non fuesse omne muy rico, era de buen...»[1]. Aquí queda interrumpido el relato, y cuando volvemos á encontrar al caballero y al escudero es en plena plática sobre el oficio y orden de la caballería. En estas instrucciones doctrinales hay mucha semejanza, pero no identidad ni mucho menos, y aun D. Juan Manuel cita otra fuente: «Pero si vos quisierdes saber todo esto que me preguntastes de la cavallería conplidamente, leed un libro que fizo un sabio que dizen Vejecio, et y lo fallaredes todo».

En el prólogo de Raimundo Lulio nada se dice de lo que aconteció al escudero en las justas, ni de su vuelta á la ermita, ni de las nuevas lecciones que recibió del caballero anciano, ni de la muerte y entierro de éste último. Todas estas son adiciones de D. Juan Manuel para dar más interés y atractivo á la novela y poder intercalar en ella nuevos elementos didácticos. Las enseñanzas que contiene esta segunda parte del libro, que es la más larga, no pertenecen ya al doctrinal caballeresco, sino que constituyen una pequeña enciclopedia, en que sucesivamente se trata de Dios, de los ángeles, del Paraíso y el Infierno, de los cielos, de los elementos, de los planetas, del hombre, de las bestias, aves y pescados, de las yerbas, árboles, piedras y metales, de la mar y la tierra. El plan es, con corta diferencia, el del Libro Félix, y me parece seguro que don Juan Manuel le conoció, pero en su exposición nada hay que recuerde el peculiar tecnicismo luliano ni los procedimientos dialécticos á que nunca renunciaba el Doctor Iluminado, y que dan tanta originalidad formal á su doctrina hasta cuando no hace más que exponer las nociones vulgares del saber de la Edad Media. Tal sucede en el caso presente, y la misma vulgaridad de estas nociones hace difícil la investigación precisa de sus fuentes, pues lo mismo que en R. Lulio pudo encontrarlas el Príncipe castellano en las Etimologías de San Isidoro, en el Speculum de Vicente de Beauvais, en las obras de su propio tío Alfonso el Sabio ó en el Lucidario de su primo el rey D. Sancho. Cuando habla por su propia cuenta, como al tratar de las aves, bien se ve al gran cazador y al observador entusiasta, que enriquece su estilo con admirable caudal de rasgos pintorescos.

Tan pagado quedó D. Juan Manuel del Libro del caballero et del escudero (que debió de ser el primero que compuso), que al citarle años después en el Libro de los Estados,

  1. Don Juan Manuel, El Libro del Cauallero et del Escudero. Mit Einleitung, Anmerkungen und einem Anhang über den Sprachgebrauch Don Juan Manuels, nach der Handschrift neu herausgegeben von S. Gräfenberg. Erlangen, 1893, p. 449.

    En esta correcta edición (tirada aparte de los Romanische Forschungen) debe leerse el Libro del Caballero et del Escudero. Para el de los Estados hay que recurrir todavía al tomo de Escritores en prosa anteriores al siglo XV en la Biblioteca de Rivadeneyra.