BI»tIOTacA OALLIlA asistido, y no comprendía cómo habían trabajado tanto y les había cundido tanto el tiempo. Cuando terminaron el almuerzo el alegre caba- llero y los dos chicos entregáronse á un juego ex- traordinario y curiosísimo, que era el siguiente : el regocijado anciano se metió la tabaquera en un bol- sillo del pantalón, un tarjetero en otro, el reloj en uno del chaleco, con una cadena de seguridad que le rodeaba el cuello; puso clavado en su corbata un alfiler de piedras falsas, se abrochó la levita, y me- tiéndose el pañuelo y la caja de los anteojos en el bolsillo de los faldones y en el superior respectiva- mente de dicha prenda, comenzó á pasearse por la estancia afectando las maneras de uno de los caba- lleros que se ven á cada instante por las calles. Tan pronto se detenía ante el fogón, ya ante la puerta, bien ante la ventana, como si contemplara escapa- rates de diversos establecimientos. A veces paseaba en torno suyo miradas investigadoras, como si re- celase de los rateros, y se palpaba los bolsillos para asegurarse de que no le faltaba nada, tan cómica- mente, que Oliverio reía hasta saltársele las lágri- mas. Los dos galopines le seguían de cerca, escabu- lléndose como por ensalmo cuando el caballero mi- raba alrededor, con tal ligereza, que era imposible seguir sus movimientos. Al fin el Tramposo se metió entre sus piernas, y le pisó, mientras el otro le tro- pezaba por detrás, y en un abrir y cerrar de ojos caja de rapé, tarjetero, pañuelo, alfiler, reloj, ca- dena de seguridad, todo, hasta la caja de los ante- ojos, desapareció con rapidez extraordinaria. Si el viejo había sentido una mano en alguno de sus bol - sillos, decía en cuál, y volvían á principiar el juego. Habían jugado un buen rato, cuando dos j6- venes damitas fueron á visitar á los dos caballere- tes: una se llamaba Isabel, y otra Ana. Ambas , iban despeinadas y mal calzadas. No se podía decir
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