puso de rodillas en el suelo, y tapándose la cara con las manos, vertió tantas y tan amargas lágrimas, que debemos pedir á Dios, en gracia y honor de nuestra naturaleza, que no permita que ningún niño de su edad pueda verterlas nunca.
Por mucho rato permaneció en aquella actitud. La vela de sebo se había consumido sobre el banco cuando se puso en pie. Después de mirar con precaución á todos lados y de escuchar atentamente, descorrió suavemente los cerrojos de la puerta y miró á la parte de afuera.
La noche estaba fría y sombría; las estrellas parecían, á los ojos del muchacho, mucho más distantes de la Tierra de lo que nunca las había visto. No hacía viento, y las sombras que los árboles proyectaban parecían por su movilidad sepulcrales y funerarias. Volvió á cerrar la puerta sin hacer ruido, y habiéndose acurrucado en su lúgubre lecho y aprovechando los últimos resplandores de la vela, aguardó la llegada del día.
Cuando la primera claridad del crepúsculo hirió sus infantiles pupilas, Oliverio se levantó y de nuevo descorrió los cerrojos. Lanzó una tímida mirada en derredor, y después de un momento de vacilación empujó la puerta y se encontró en la calle.
Miró á derecha é izquierda, indeciso acerca del camino por donde escaparía: recordó haber visto las carretas remontar penosamente la colina al salir de la ciudad ; siguió la misma dirección, y á campo-traviesa llegó á un sendero que sabía se cruzaba con la carretera. Se metió por él y caminó aprisa.
Mientras andaba fué recordando perfectamente que había pasado por allí trotando al lado del señor Bumble cuando le trasladaron al Asilo desde la granja donde se había criado. El camino pasaba por delante de aquella casa. Su corazón palpitó vivamente al recordarlo, y estuvo tentado de volver