ne de mala familia, señora; desciende de gentes coléricas y tercas. Ambos, la asistenta y el doctor, me han dicho que su madre, para llegar á esta ciudad, hizo una caminata que hubiera matado á cualquiera otra mujer sana: tantas fueron las fatigas y las dificultades con que luchó.
Al llegar Bumble á esta parte de su discurso, Oliverio, que oía lo suficiente para darse cuenta de que aludían de nuevo á su madre, reanudó sus patadas á la puerta metiendo tal ruido, que hacía imposible á los circunstantes entenderse. En esto llegó Sowerberry, que entró sorprendido en la cocina. Le pusieron al corriente de lo sucedido, con todas las exageraciones que creyeron necesario para hacerle montar en cólera. En un abrir y cerrar de ojos franqueó la puerta, y sacó de una oreja al aprendiz rebelde.
El traje de Oliverio había sido desgarrado en la lucha, su rostro estaba amoratado á trechos y arañado, y los cabellos en desorden le tapaban la frente. Su cólera no se había calmado, sin embargo, y cuando salió de la prisión lanzó á Noé una mirada amenazadora.
—¡Guapo mozo eres, por cierto!—dijo el amo sacudiéndole y dándole un cachete.
—¡Ha dicho cosas de mi madre!—contestó Oliverio.
—Bueno; ¿y qué, aunque las haya dicho?—interrumpió la dueña—. ¡Miserable ingratuelo! ¡Por mucho que haya dicho, se habrá quedado corto!
—¡No!
—¡Sí; era una pécora!—insistió la dama.
—¡Mentira!—replicó con enérgica indignación Oliverio.
—¡Ha dicho que miento!—gimió la señora Sowerberry deshaciéndose en lágrimas.
Aquel copioso llanto no dejaba escape á Sower-