muestra lo que es capaz de hacer esa hermosa criatura que se llama ser racional.
Oliverio llevaba ya en la tienda tres semanas ó un mes. Una noche, mientras cenaban en la trastienda, después de haber cerrado el establecimiento los señores Sowerberry, el marido, lanzando á su esposa buen número de expresivas miradas, murmuró:
—¡Querida mía!...
Una mirada altanera de ella le detuvo en seco.
—¿Qué?—preguntó ásperamente.
—¡Nada, querida, nada!
—¡Uf! ¡Qué bruto!
—¡No del todo, querida mía!—dijo él humildemente—. Pensé que no querías escucharme. Quería decirte solamente...
—¡Oh! ¡No me digas lo que ibas á decirme! ¡Yo no soy nadie! ¡No me consultes, te lo ruego; no necesito mezclarme en tus secretos!
Y al decir esto lanzó una carcajada histérica que alarmó al esposo.
—Pero, querida, yo quería pedirte consejo.
—¡No, no; no pidas el mío: pide el del primero que pase por la calle!
Y soltó otra risa histérica, que asustó muchísimo al señor Sowerberry.
Es muy común en los matrimonios verse reducido el marido á suplicar que le otorguen como favor lo que la esposa arde en deseos de conceder. Al cabo, después de un altercado que duró escasamente tres cuartos de hora, la señora dió á su esposo la venia para contarle lo que tenía grandísima curiosidad por saber.
—Es una cosa que se me ha ocurrido á propósito de ese muchacho, de Twist. Tiene buen aspecto ese chico, querida.