personas no queridas, pero bien recordadas, le perseguían haciéndole sentir en el corazón el peso de la ausencia. Así, entre la tristeza y el terror, Oliverio llegó á desear que su fementido lecho fuera su ataúd, y reposar tranquilo y en paz de una vez para siempre en el cementerio de la Parroquia, con los altos tallos de hierba balanceándose gentilmente sobre su cabeza, y las viejas y graves campanas arrullando su eterno sueño.
Oliverio fué despertado á la mañana siguiente por una fuerte patada que dieron en la puerta de la tienda. Antes de que tuviera tiempo para ponerse sus vestidos, el de afuera repitió el llamamiento dando unas veinticinco coces seguidas á la puerta. Cuando principió á quitar la cadena, las piernas del impaciente descansaron y su lengua se desató.
—¡Abre la puerta! ¿La abrirás al fin?—dijo la voz perteneciente al hombre cuyas piernas habían acoceado la puerta.
—¡Voy en seguida, señor!—dijo Oliverio quitando la cadena y dando vuelta á la llave.
—¿Eres tú el nuevo aprendiz?—preguntó la voz.
—Sí, señor—contestó Oliverio desde dentro.
—¿Cuántos años tienes?
—Diez, señor.
—¡Bueno; pues recibirás diez pescozones en cuanto estés á mi alcance, para enseñarte á moverte y á trabajar!
Tantas veces había sido sujeto á aquel tratamiento Oliverio, que la simple referencia bastó para recordarle el sabor de los golpes, asaltándole únicamente la pequeña duda de si los prometidos por el desconocido serían más recios, á juzgar por la voz. Tiró hacia dentro con temblorosa mano y abrió la puerta.
Durante un largo rato miró arriba y abajo de la calle, á todas partes, buscando al propietario de