—¡Oh! ¿Es éste?—preguntó el otro bajando la luz á la altura de la cabeza del muchacho para verle mejor—. Querida esposa, ¿quieres tener la bondad de venir un momento?
La señora Sowerberry, que estaba en la trastienda, se presentó.
Era una mujer pequeña, flaca, avejentada y de aspecto colérico.
—Querida—exclamó el esposo con deferencia—, éste es el muchacho de la Parroquia, que te dije.
Oliverio hizo otra reverencia.
—¡Es muy pequeño, querido!—contestó la esposa.
—Porque es pequeño—replicó el muñidor mirando á Oliverio como si el chico tuviera la culpa de su estatura—. Pero aunque sea pequeño, no hay que negarlo, crecerá, señora Sowerberry. ¡Crecerá, crecerá!
—¡Ah! ¡No dudo que crezca!—dijo la minúscula señorar—. Crecerá comiendo y bebiendo en casa; lo apuesto. ¡No somos aquí con los niños tan frugales como en la Parroquia! Pero los chicos cuestan más que la utilidad que dan. Sin embargo, los hombres siempre creen saber mejor que nosotras lo que conviene, y hacen... ¡Vamos! ¡Por ahí, pequeño costal de huesos! ¡Baja esas escaleras!
La menuda dama había abierto una puerta; empujó por ella al chico, haciéndole bajar unas escaleras, y le introdujo en una celda húmeda y obscura, llamada cocina, donde hallábase sentada una muchacha desgreñada, en chancletas, y vestida con un traje azul que necesitaba muchas composturas.
—Oye, Carlota—dijo la señora cuando llegó en seguimiento del muchacho—: dale á este chico algunas de esas piltrafas que habíamos dejado para Trip. No ha vuelto á casa desde esta mañana, y no