—¡Alza un poco la gorra de los ojos y yergue la cabeza!
Cuando Oliverio hubo hecho lo que le mandaron se pasó el dorso de una mano por los ojos, y aún quedó en ellos una lágrima. El muñidor se puso en cuclillas para verle la cara: las lágrimas acudieron á los ojos del rapaz, que se tapó el rostro con las manitas para ocultarlas, como si los sollozos no le vendieran.
—¡Bueno!—dijo el muñidor echando al niño una mirada de intensa malignidad—. ¡De todos los muchachos ingratos y de peores inclinaciones que he visto, tú eres el más...!
—¡No; no, señor!—repuso el chico, suspendiendo sus sollozos—. ¡Yo seré bueno, seré bueno; ya lo verá usted! Es que soy muy pequeño, y estoy tan... tan...
—Tan ¿qué?—preguntó Bumble atónito.
—¡Tan solo, señor; muy solo, completamente solo!—gimió el niño—. ¡Todos me odian! ¡Oh señor! ¡No se enoje usted conmigo!
Y el chico se llevó la mano al corazón y miró al rostro de su compañero con lágrimas de verdadera agonía.
Bumble miró al muchacho compasivamente durante algunos minutos, y cogiéndole de la mano, reemprendieron ambos su camino.
El de las pompas fúnebres, que había cubierto ya las vidrieras de la tienda, estaba haciendo algunos asientos en el libro Diario cuando llegó Bumble.
—¡Hola!—dijo mirando por encima del libro y haciendo una pausa en mitad de una palabra—. ¿Es usted, Sr. Bumble?
—Y no solo—contestó el muñidor—: aquí le traigo al chico.
Oliverio saludó con la cabeza.