bles miembros de la Comisión, y viendo que sonreían, sonrió.
A consecuencia de este contrato llevaron á Oliverio camisa limpia, y apenas se la había puesto, muy asombrado, cuando el mismo Sr. Bumble en persona le llevó una cumplida escudilla de sémola y, adelantando el domingo, dos onzas y cuarto de pan. A la vista de éste Oliverio rompió á llorar á gritos creyendo que la Comisión se proponía matarle con algún fin oculto y que por eso le cebaba ó, mejor dicho, principiaba á cebarle.
—¡No llores, que se te pondrán los ojos feos, Oliverio; come tu ración y sé agradecido!—dijo el muñidor grave y pomposamente—. ¡Vas á convertirte en un aprendiz, Oliverio!
—¿Aprendiz?—preguntó el muchacho, estremeciéndose ante lo desconocido.
—Sí, Oliverio—prosiguió Bumble—. Estos bondadosos y caritativos caballeros, que son todos tus padres, Oliverio, ya que no tienes ninguno por ti mismo, van á ponerte de aprendiz para que entres en la vida y te prepares para ella, haciéndote todo un hombre. ¡Y no creas que de bóbilis-bóbilis! La Parroquia paga para ello diez y siete duros. ¡Diez y siete duros, Oliverio! ¡Ochenta y cinco pesetas; trescientos cuarenta reales! ¡Ochocientas cincuenta perras gordas, Oliverio! ¡Pásmate! ¡Y todo por un pillete de huérfano á quien nadie podrá querer!
Cuando el muñidor se detuvo para tomar aliento después de decir con tremenda y cavernosa voz las últimas palabras, las lágrimas rodaron por el rostro del pobre niño, que sollozó amargamente. El muñidor, altamente satisfecho del efecto que producía su oratoria, prosiguió menos pomposamente:
—¡Vamos, vamos, Oliverio! ¡Límpiate las lágri-