—¿Cómo te llamas, muchacho?—preguntó el caballero de la silla más alta.
Oliverio quedó deslumbrado á la vista de tantos señores, y se echó á temblar; el muñidor le dió disimuladamente un puñetazo en la espalda, y la concurrencia de ambas causas hizo que el pobre chico contestara en voz baja y tartamudeando, de lo cual dedujo un caballero de chaleco blanco que el muchacho era tonto. Manifestación que, naturalmente, era el mejor medio de animarle y tranquilizarle.
—¡Chiquillo—continuó el caballero de la cabecera—, atiéndeme! Supongo que sabrás que eres huérfano.
—¿y qué es eso, señor?—preguntó Oliverio.
—¡Ya lo suponía yo! ¡Este chico es tonto!—repitió el del chaleco blanco.
—¡Chist!—prosiguió el que había hablado primero—. Tú sabes que no alcanzaste la dicha de tener padre ni madre, y que eres atendido y sostenido por la Parroquia; ¿no es así!
—¡Sí, señor!—repuso Oliverio llorando amargamente.
—Pero ¿por qué lloras?—interrogó sorprendido el del chaleco blanco.
El caso, indudablemente, era de los más extraordinario. ¿Por qué lloraría el muchacho?
—Espero que, como buen cristiano—dijo otro cofrade dando un gruñido—, rezarás todas las noches pidiendo á Dios por la gente que te mantiene.
—¡Sí, señor!—balbuceó Oliverio.
Inconscientemente tenía razón el cofrade que había hablado últimamente: habría obrado muy como cristiano, y hasta como un cristiano ejemplar, si hubiera rogado por los que le mantenían; pero había un pequeño inconveniente: no le habían enseñado á rezar.