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BIBLIOTECA CALLEJA

mí! ¡Jamás di!... —empezó á suplicar Oliverio; pero Guillermo, profiriendo una horrible blasfemia, le aplicó la pistola á la cabeza. Tobías se la arrancó de la mano, tapó la boca del niño y dijo en voz baja:

—¡Silencio! ¡Si pronuncias una sola palabra, te hago pedazos la cabeza de un garrotazo! ¡Eso no hace ruido, y el efecto es el mismo!

Luego, con auxilio de una palanqueta, abrieron una ventana en la parte trasera de la casa. La abertura era tan chica, que los dueños de ella no habían creído necesario proveerla de barrotes. Apenas si un niño como Oliverio podía pasar por allí.

—¡Fíjate en lo que tienes que hacer, bribonzuelo!—exclamó Guillermo casi al oído de Oliverio é iluminándole el rostro con la luz de una linterna sorda—. Voy á hacerte pasar por ahí: te daré la linterna, y nos abrirás la puerta. Si no alcanzas á descorrer el cerrojo de arriba, te subes en una silla.

—Ahí estaba el perro; pero Barcey nos ha librado bonitamente de él. ¡Ah, ah, ah!—dijo Tobías.

Aunque habló en voz muy baja y rió sin ruido, Guillermo le ordenó imperiosamente que callase. Inmediatamente Tobías se puso en cuatro pies; Síkes subió sobre su espalda con Oliverio, hizo á éste pasar despacio por la ventana, y, sin soltarle, le bajó hasta tocar con los pies en el suelo.

—Toma la linterna—dijo echando una ojeada á la estancia—. ¿Ves enfrente la escalera?

—¡Sí!—repuso Oliverio, más muerto que vivo.

Sikes le designó la puerta con el cañón de la pistola, le recordó que estaría siempre al alcance del arma, y que si cerdeaba lo más mínimo, sería inmediatamente cadáver.

—¡Es cuestión de un minuto, de un solo minuto! ¡Voy á soltarte!