nocía lo que era; y al oir la respuesta afirmativa del muchacho, la cargó cuidadosamente.
—¡Bueno!—dijo luego apretando la mano del niño y poniéndole el cañón tan cerca de la sien que Oliverio no pudo reprimir un grito—. ¡De una vez por todas, atiende bien: si cuando salgas conmigo tienes la desgracia de decir una sola sílaba sin que te pregunten, te alojo una bala en la cabeza sin más preámbulo! ¡Así, pues, si te viene el capricho de hablar sin permiso, encomienda á Dios tu alma primero!
Aquella noche durmió vestido en un colchón tendido en el suelo, y á la mañana siguiente muy temprano emprendió la marcha de la mano de Guillermo. No tardó éste mucho en arreglarse con un carretero para que los llevara hasta dos ó tres millas más allá de Sunbury. Luego continuaron á pie su camino, sin detenerse en Shepperton, como hubiera deseado Oliverio, que se hallaba extenuado.
Continuaron la marcha por mal camino, por medio de barrizales y en la mayor obscuridad, hasta que distinguieron las luces de un pueblo próximo. Como viera Oliverio que corría un río á sus pies y que en vez de pasar el puente bajaban hacia el lecho, pensó, medio muerto de terror:
—¡Va á echarme al río! ¡Me ha traído á este lugar desierto para deshacerse de mí!
En esto llegaron ante una casa aislada y en ruinas, donde entraron en silencio. Momentos después le obligaba Sikes á tomar una copa de licor, y salía con él y con su cómplice Tobías Crackit. Antes de que se le despejara un tanto la cabeza, ya habían saltado ambos bandidos las tapias de una casa de campo, metiendo dentro del jardín á Oliverio con ellos.
—¡Por amor de Dios! ¡Dejadme irme! ¡Juro que no iré nunca á Londres! ¡Tened piedad de