alegre anciano se frotaba las manos entusiasmado por los talentos de su discípulo favorito. La conversación se suspendió, porque Fagin llegaba acompañado de la señorita Isabel y de un caballero que Oliverio no había visto nunca, pero á quien el Tramposo saludó con el nombre de Tomás Chatling.
El joven Chatling, de más edad que el Tramposo, contaría ya sus diez y ocho años, pero mostraba á su joven compañero cierta deferencia que traslucía el reconocimiento de su inferioridad. Tenía los ojos pequeños, parpadeaba incesantemente, y su cara estaba marcada con las huellas de las viruelas. Su traje estaba poco presentable; pero se excusó diciendo que hacía sólo una hora que había acabado su condena, y que había estado vistiendo el reglamentario durante seis semanas.
El señor Chatling se manifestó indignado con el nuevo sistema de fumigación empleado allá, sistema infernal que quema y estropea las ropas; y estaba sumamente enojado con la despótica costumbre de hacerles cortar el pelo, lo que, á su juicio, era ilegal y arbitrario. Protestaba también contra el hecho de que durante cuarenta y dos mortales días de trabajo forzado no hubiera podido probar una gota de alcohol; y añadió que consentía en ser empalado si no tenía la garganta más seca que un esparto.
—Oliverio—exclamó el judío, mientras que los jóvenes ponían sobre la mesa una botella de aguardiente—, ¿de dónde crees tú que viene el señor?
—¡No sé!
—¿Quién es ése—preguntó Tomás mirándole con desdén.
—Uno de mis amigos, querido.
—Pues bien, pequeño; no te preocupes de averi-