—¡Haz el favor de no interrumpirnos ahora! Siéntese usted.
El muñidor obedeció. El caballero colocó la luz de modo que diera de lleno en el rostro de Bumble.
—¿Ha leído usted el anuncio que he publicado en los diarios?—comenzó diciéndole.
—Sí, señor.
—Y es usted muñidor; ¿verdad?—interrumpió Grimwig.
—Sí, señores, muñidor de parroquia—contestó con orgullo el Sr. Bumble.
—¡Es claro! ¡Si no podía ser otra cosa!
—¡Haz el favor de callarte! ¿Sabe usted lo que ha sido de ese pobre niño?
—No, señor.
—Entonces, ¿qué es lo que sabe usted de él? ¡Hable pronto!
El Sr. Bumble no se hizo rogar. Acomodóse en su sillón, echó hacia atrás la cabeza, y después de pensar un instante comenzó á contar lo que parecía saber. No hay para qué repetir las propias palabras del muñidor, graves y pausadas: era un expósito de padres perversos, que desde su más tierna infancia había mostrado hipocresía, ingratitud y perversión; que había abandonado su ciudad natal, fugándose de noche de casa de su amo, después de haber intentado asesinar cobardemente á un inofensivo camarada. Esto fué lo que relató Bumble en unos veinte minutos, y en apoyo de sus aserciones mostró al Sr. Browulow unos documentos de que se había provisto.
En honor de la verdad, no eran muy concluyentes los testimonios escritos, ni mucho menos; pero después de haberlos hojeado el caballero, exclamó con tristeza:
—¡Mucho temo que sea verdad lo que acabamos de oir! He aquí la recompensa ofrecida. ¡Ah! ¡De