ban audazmente suscribiendo una reclamación; pero en uno y en otro caso las impertinentes intromisiones eran pronto reprimidas por el informe del médico y el testimonio del muñidor. El primero efectuaba la autopsia y declaraba no haber encontrado nada en el cuerpo del difunto—y puede que, en efecto, no lo hallara—, y el segundo daba testimonio jurado, con loable desinterés, de acuerdo con el deseo de la Comisión parroquial.
Además, de vez en cuando algunos cofrades visitaban la casa como inspectores, mandando al muñidor el día antes para anunciar solemnemente la visita de inspección, y siempre lo hallaban todo en excelente orden. Otras veces enviaban al muñidor, y el resultado era el mismo.
Semejante sistema administrativo no podía producir extraordinarios y saludables frutos. Su noveno cumpleaños sorprendió á Oliverio pálido y delgado, pequeño de estatura y encanijado; pero la Naturaleza ó la herencia habían dotado al chiquillo de un espíritu bien templado, y quizás á esa circunstancia debe atribuirse el que ni privaciones ni inanición le impidieran cumplir el noveno año de su existencia. Precisamente el día que los cumplía hallábase por la mañana encerrado en la carbonera, cueva húmeda y fría, en la agradable y selecta compañía de dos jóvenes caballeretes que habían compartido con él pescozones, chillidos y lamentos, castigados por haber tenido la audacia de decir que tenían hambre. Sermoneándolos estaba la Directora, la excelente señora Mann, cuando fué sorprendida por la visita del muñidor, señor Bumble, que trataba de entrar por la puerta del jardín.
—¡Bondad divina! ¿Es usted, señor Bumble?—preguntó sacando la cabeza por la ventana y fingiendo gran alegría—. (¡Susana, coge á Oliverio