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PRÓLOGO.

La partida de Próspero de la isla encantada es el abandono del teatro por Shakespeare, y Shakespeare desde entonces es sólo hombre, y deja de ser mágico. Vuelve al Ducado que había perdido —á su nativo pueblo de Strafford— y no pagará en adelante tributo alguno ni á Alfonsos ni á Lucys.»

Hasta aquí Dowden; pero además, ¿quién no ve oculto sentido en la última canción de Ariel, á quien, como á tantos otros genios de tiempos pasados y presentes, espanta sobre todas las cosas «de los buhos el clamor», y gozoso permite que el nocturno murciélago se lo lleve en hombros, para hacer en adelante, suspenso de flores, vida puramente contemplativa? ¿Quién no reconoce semejanza entre Próspero y Cide Hamete, Shakespeare y Cervantes, cuando el uno cuelga «de esta espetera y de este hilo de alambre» su pluma prodigiosa, y el otro rompe su mágica vara, que ha de enterrar en las entrañas de la tierra, ó sumergir en las profundidades del mar? Y ¿quién, por fin, que lea esta obra, si es caviloso ó imaginativo, no hallará á cada paso problemas semejantes que inciten su curiosidad?

Para que todo sea raro en este drama, en el cual parece como que el autor deja en absoluta libertad á su Pegaso, ocurre que es quizá el único que reune todas las unidades clásicas. La acción es una, y camina sin interrupción desde el principio al fin. La escena ocurre en las inmediaciones de la gruta de Próspero, y el argumento se desarrolla en el tiempo que tarde en representarse el drama.

Difícil es decir á qué género pertenece comedia tan idealista y al par tan realista, como lo prueba la admirablemente bien mendada maniobra del Piloto en el naufragio, los diálogos de los cortesanos y de los marine-