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LVI
MORALISTAS GRIEGOS.

El Senado y el pueblo por aclamación y sin deliberar le publicaron por dios y le reverenciaron como á tal; lo que después se confirmó por un decreto que comprendía todos los honores humanos y divinos: arco triunfal, estatua de oro en el Senado, templo, altar, sacerdotes; no por costumbre, como sucedía con sus antecesores, sino por una persuasión tan intima de su inocencia y santidad de vida, que pasaría por impio, según afirma Capitolino, el que entre sus dioses caseros no tuviese alguna imagen de M. Aurelio; y Diocleciano, más de un siglo después, se preciaba de contarle entre sus principales divinidades. Prueba de esta persuasión es lo acaecido en Roma el día de sus honras, que se celebraron con demostraciones del mayor júbilo, juzgando todos que no se debía llorar á quien suponían colocado entre los dioses. Del mismo autor es la reflexión de haber sido tal la virtud de M. Aurelio, que no bastaron á empañarla las costumbres de Cómodo ni las de Faustina; consistiendo la gloria de nuestro Emperador en que, reinando él, no se echase de menos á su padre Antonino Pio.

Marco Aurelio usó de la razón de tal modo, que siendo austero en sus costumbres personales, siguió la filosofia para templar sus pasiones y hacer felices á los pueblos que la Providencia habia puesto bajo su mando, ó por mejor decir, había encomendado á su patrocinio. ¡Qué senda tan propia para asegurarse Cómodo en el Imperio, si con él hubiera heredado é imitado las virtudes de Marco su padre y antecesor! Habria sido completa la sabiduría de M. Aurelio si á ella hubiese unido el conocimiento de los dogmas de la religión cristiana.