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XLIII
M. AURELIO.—SOLILOQUIOS.

del uno, justicia y generosidad del otro, volvieron á Pertinaz la gracia; de modo que el Emperador, confesado su yerro (lo que es tan raro en los hombres, como general y casi necesario el cometerlos por siniestros informes), lo desagravió, admitiéndole en el Senado, confiándole una legión, promoviéndole al consulado, y lo que más es, alabảndole, no sólo en presencia de los soldados y senadores, sino en un discurso hecho de intento, para vindicarle de la envidia exasperada de su elevación; discurso que leyó y cita Capitolino, y en que el Emperador hacía relación de las hazañas y servicios de este general.

Marco Aurelio dedicó estatuas en la plaza de Trajano á todas las personas ilustres que perdieron la vida en esta guerra. Y cuando él pensaba internarse en el país de los Sármatas y sojuzgarlos, le atajó los pasos la rebelión de Oriente. Avidio Casio, siro de nación, era uno de aquellos hombres en quienes todo es grande, vicios y vírtudes, y predomina uno ú otro según las circunstancias. Usurpó el nombre del matador de César, afectando igual entusiasmo por el gobierno republicano, igual ojeriza con el monárquico, siendo así que lo que á él le dolía era que otro fuera el monarca: en lo que imitaba de veras al antiguo Casio, era en la fiereza, osadía y humor atrabiliario; tan diestro en el arte militar como esforzado é inexorable en la exacta disciplina. Por eso fueron puestas á su cargo las legiones de Siria, relajadas en Antioquía, á cuya moda vivían más que á la romana. Redújolas á su método, que no toleraba en campaña más mochila que lardo, bizcocho, y vinagre, que mezclado con agua servía de bebida. Publicó un bando con pena