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Gustavo A. Becquer.

mejilla hasta descansar en tu seno; en tus pupilas, húmedas y azules como el cielo de la noche, brillaba un punto de luz, y tus labios se entreabrían ligeramente al impulso de una respiración perfumada y suave.

Mis ojos, que, á efecto sin duda de la turbación que experimentaba, habían errado un instante sin fijarse en ningún sitio, se volvieron instintivamente hacia los tuyos, y exclamé al fin: ¡la poesía... la poesía eres tú!

¿Te acuerdas?

Yo aún tengo presente el gracioso ceño de curiosidad burlada, el acento mezclado de pasión y amargura con que me dijiste: ¿Crees que mi pregunta sólo es hija de una vana curiosidad de mujer?. Te equivocas. Yo deseo saber lo que es la poesía, porque deseo pensar lo que tú piensas, hablar de lo que tú hablas, sentir lo que tú sientes, penetrar, por último, en ese misterioso santuario en donde á veces se refugia tu alma, y cuyo dintel no puede traspasar la mía.

Cuando llegaba á este punto se interrumpió nuestro diálogo. Ya sabes por qué. Algunos días han trascurrido. Ni tú ni yo lo hemos vuelto á renovar, y sin embargo, por mi parte no he dejado de pensar en él. Tú sientes, sin duda, que la frase con que contesté á tu extraña interrogación equivalía á una evasiva galante.