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Gustavo A. Becquer.

la noche se adelantaba y la hora de cerrar la ermita había llegado.

Por última vez tendimos á nuestro alrededor una mirada triste, y llenos de un respetuoso silencio y temor, atravesamos el cementerio, cruzamos la estrecha calle de cipreses que conduce á la verja, y nos dirigimos hacia la ciudad.

Las altas y negras agujas de las torres de Toledo, por entre cuyos ajimeces se desprendían algunos rayos de luz, se destacaban sobre los flotantes grupos de nubes amarillentas, como una legión de fantasmas que, desde lo alto de las siete colinas, dominaban la llanura con sus ojos de fuego.