moribundos reflejos del crepúsculo que penetraban á través de los altos y estrechos ajimeces del ábside, los objetos fueron poco á poco destacándose los unos sobre los otros, deshaciéndose de la oscuridad que los envolvía. Aquellos de nuestros lectores que hallan contemplado uno de esos lienzos de Rembrandt, en el fondo de los cuales las grandes masas de oscuro circunscriben la luz en un solo punto, puesto que desde luego fija la atención del espectador atrayendo su mirada sobre la principal figura, tras la que luego se comienzan á distinguir entre las sombras unas cabezas, antes invisibles, después otras, en seguida grupos de personajes que se adelantan, un mundo, en fin, que, sumergido entre las fantásticas y trasparentes veladuras del pintor, va apareciendo y completándose según el análisis á que se sujeta, esos tan sólo podrán formarse una idea, aunque vaga, del interior de Santa Leocadia, visto á esa hora en que el sol desaparece y la brisa mensajera de la noche tiende sus alas humedecidas en las ondas del río.
La primera figura que, herida por un rayo de dudosa claridad, apareció deshaciéndose de las sombras como evocada por nuestro deseo, fué la efigie del Cristo que posteriormente ha dado nombre á la ermita. La efigie, que es de tamaño natural, tiene la frente inclinada, los cabellos esparcidos por los hombros, una mano sujeta á la cruz y