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Gustavo A. Becquer.

do fué inútil: su familia no quería. Al cabo la vió, pero la vió muerta. Por aquí pasó su entierro. Yo no sabía nada, y no sé por qué me eché á llorar cuando ví el ataúd. El corazón, que es muy leal, me decía á voces:

— Esa es joven como Amparo: como ella sería también hermosa; ¿quién sabe si será la misma? Y era: mi hijo siguió el entierro, entró en el patio, y al abrirse la caja, dió un grito, cayó sin soltarlo en tierra, y así me lo trajeron. Después se volvió loco, y loco está.

Cuando el pobre viejo llegaba á este punto de su narración, entraron en la venta dos enterradores de siniestra figura y aspecto repugnante. Acabada su tarea venían á echar un trago á la salud de los muertos, como dijo uno de ellos, acompañando el chiste con una estúpida sonrisa. El ventero se enjugó una lágrima con el dorso de la mano, y fué á servirles.

La noche comenzaba á cerrar, oscura y tristísima. El cielo estaba negro y el campo lo mismo. De los brazos de los árboles pendía aún, medio podrida, la soga del columpio agitada por el aire; me pareció la cuerda de una horca oscilando todavía después de haber descolgado á un reo. Solo llegaban á mis oídos algunos rumores confusos: el ladrido lejano de los perros de las huertas, el chirrido de una noria, largo, jecumbroso y agudo como un la-