cien otros detalles de más escaso interés me refirió durante el camino. Cuando llegamos á las puertas de la ciudad me dió un fuerte apretón de manos, tornó á ofrecérseme, y se marchó entonando un cantar cuyos ecos se dilataban á lo lejos en el silencio de la noche. Yo permanecí un rato viéndole ir. Su felicidad parecía contagiosa, y me sentía alegre, con una alegría extraña y sin nombre, con una alegría, por decirlo así, de reflejo.
Él siguió cantando á más no poder; uno de sus cantares decía así:
Compañerillo del alma,
mira qué bonita era:
se parecía á la Virgen
de Consolación de Utrera.
Cuando su voz comenzaba á perderse, oí en las ráfagas de la brisa otra delgada y vibrante que sonaba más lejos aún. Era ella, ella que le aguardaba impaciente . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Pocos días después abandoné á Sevilla, y pasaron muchos años sin que volviese á ella, y olvidé muchas cosas que allí me habían sucedido; pero el recuerdo de tanta y tan ignorada y tranquila felicidad, no se borró nunca de la memoria.