de afección que se revelaba en sus cantares, llenos de alusiones trasparentes y frases enamoradas.
Cuando terminé mi obra, comenzaba á hacerse de noche. Ya en la torre de la catedral se habían encendido los dos faroles del retablo de las campanas, y sus luces parecían los ojos de fuego de aquel gigante de argamasa y ladrillo que domina toda la ciudad. Los grupos se iban disolviendo poco á poco y perdiéndose á lo largo del camino entre la bruma del crepúsculo, plateada por la luna, que empezaba á dibujarse sobre el fondo violado y oscuro del cielo. Las muchachas se alejaban juntas y cantando, y sus voces argentinas se debilitaban gradualmente hasta confundirse con los otros rumores indistintos y lejanos que temblaban en el aire. Todo acababa á la vez: el día, el bullicio, la animación y la fiesta; y de todo no quedaba sino un eco en el oído y en el alma, como una vibración suavísima, como un dulce sopor parecido al que se experimenta al despertar de un sueño agradable.
Luego que hubieron desaparecido las últimas personas, doblé mi dibujo, lo guardé en la cartera, llamé con una palmada al mozo, pagué el pequeño gasto que había hecho, y ya me disponía á alejarme, cuando sentí que me detenían suavemente por el brazo. Era el muchacho de la guitarra que ya noté antes, y que mientras dibujaba me miraba mucho y con cierto aire de curiosidad. Yo no había