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Gustavo A. Becquer.

le hostigan con palos y piedras; el aceite que hierve y salta en la sartén donde fríen el pescado; el chasquear de los látigos de los caleseros que llegan levantando una nube de polvo; ruido de cantares, de castañuelas, de risas, de voces, de silbidos y de guitarras, y golpes en las mesas y palmadas, y estallidos de jarros que se rompen; y mil y mil rumores extraños y discordes que forman una alegre algarabía imposible de describir. Figuráos todo esto en una tarde templada y serena, en la tarde de uno de los días más hermosos de Andalucía, donde tan hermosos son siempre, y tendréis una idea del espectáculo que se ofreció á mis ojos la primera vez que, guiado por su fama, fuí á visitar aquel célebre ventorrillo.

De esto hace ya muchos años: diez ó doce lo menos. Yo estaba allí como fuera de mi centro natural: comenzando por mi traje, y acabando por la asombrada expresión de mi rostro, todo en mi persona disonaba en aquel cuadro de franca y bulliciosa alegría. Parecióme que las gentes, al pasar, volvían la cara á mirarme con el desagrado que se mira á un importuno.

No queriendo llamar la atención ni que mi presencia se hiciese objeto de burlas, más ó menos embozadas, me senté á un lado de la puerta del ventorrillo, pedí algo de beber, que no bebí, y, cuando todos se olvidaron de mi extraña aparición,