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Gustavo A. Becquer.

La princesa, ufana con ella, se la colocó en la cabeza en el punto donde su cabello negro se partía sobre la frente como en dos alas oscuras, y se marchó al baile.

¡Qué hermosa perla! ¡Qué magnífica perla! ¡Vale un tesoro! ¡No tiene igual! He aquí las exclamaciones que la saludaron á la entrada en el círculo cortesano. ¡Qué hermosa perla! ¡Qué magnífica perla! Ni una palabra para sus ojos, ni una frase galante á su sonrisa, á la gracia de su fisonomía, á la esbeltez de su talle.

Cuando la princesa volvió á su casa, es fama que dijo, arrojando al suelo la famosa perla, y pisoteándola: ¡Necia de mí! ¿Quién me ha mandado llevar al baile esta perla, la sola que podía ser mi rival, porque, como yo, es única en Viena?

Consuélense, pues, las mujeres, si el acaso las priva de uno de sus adornos favoritos.

Poco más ó menos, la historia de la perla que acabamos de referir, es la historia de todas las perlas del mundo.

Las hermosas parecen tanto más hermosas, cuanto más sencillas; y las feas, si es verdad que hay alguna mujer fea en España, esas están tanto peor, cuanto más se adornan.

En cuanto á la pérdida del valor material, eso no es tanto cuestión de nuestras suscritoras como de Samper y Pizzala.