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Las Perlas.

taron en las vajillas, en las ánforas, en los muebles y hasta en los muros. Y en pos de las mujeres vinieron los hombres. Comenzó Pompeyo entrando triunfante en Roma con treinta coronas de perlas á sus pies, y una vez conquistada Alejandría, y hecho más general su comercio, acabaron Calígula y Nerón cuajando de ellas los arreos de sus caballos, después de prodigarlas con una profusión espantosa en sus vestiduras.

A los que se espantan hoy del lujo de nuestras mujeres y lo llaman escandaloso é inmoral, quisiéramos poderlos trasladar, después de una de nuestras reuniones más brillantes, á una de aquellas soirées ó tés dansants romanos, en donde se descolgaban prójimas que, como Lullia Paulina, llevaban á cuestas diariamente, y así como para andar por casa de trapillo, valor de treinta millones en perlas, piedras preciosas y otras zarandajas del mismo jaez.

Llegada á este punto la exageración del uso de las perlas, parece como que no habría medios de seguir adelante; mas no fué así: los que no sabían ya qué hacer para mostrarse más pródigos que sus antecesores, imaginaron machacarlas y servirlas en los banquetes rociadas en polvo aljofarado sobre los manjares. — Machacarían perlas de poco valor, pequeñas y deformes, dirán algunos. — Todo es posible: en Roma como en Madrid, debió haber