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Gustavo A. Becquer.

ser, como vulgarmente se dice, grano de anís, cuando al galante César le costó la friolera de 6.000 grandes sextercios, próximamente unos cinco millones de reales.

De esta calidad debió ser sin duda la que dió origen á un proverbio romano, el cual da hoy por seguro que «una hermosa perla colocada en el seno de una mujer, hacía las veces de líctor, separando á la multitud y atrayendo sobre su dueña la consideración y el respeto de las turbas».

En el día han variado mucho las condiciones sociales; pero aún puede decirse que hace las veces de Cupidillo. ¿A cuantos que no fascinarían los más hermosos ojos del mundo, no ha flechado el aderezo de perlas de una mujer rica, especie de arco-iris de la tempestad, vaga promesa de una dote respetable? Pero volvamos á Roma. Las romanas, antes que todo, y por más que algunos historiadores se empeñen en probarnos lo contrario, eran mujeres, y como tales mujeres, amigas del lujo y la ostentación, caprichosas y antojadizas. Sentados estos precedentes, no hay para qué decir que, una vez conocidos el gusto por las perlas, entonces la última novedad, se desarrolló espontáneamente entre el sexo hermoso. Se usaron perlas entre los cabellos, en las orejas, en el pecho y en los brazos. Con ellas se bordaron las túnicas, los velos, los mantos, y hasta los coturnos; se incrus-