del dolor, sin que mis sonoros golpes se retarden ó se anticipen un solo segundo; yo soy la campana de la parroquia, la campana oficial de las honras fúnebres. Mi voz pregona el duelo de etiqueta; mi voz llora desde lo alto del campanario contando á la vecindad la desgracia á gritos; mi voz, que gime á tanto por sollozo, evita al rico heredero y á la joven viuda otros cuidados que el de las formalidades de la lectura del testamento ó el encargo de los elegantes lutos.
A mi sonido salen de su marasmo los industriales de la muerte; el carpintero se apresura á galonear de oro el más confortable de sus ataúdes; el marmolista golpea el cincel buscando una nueva alegoría para el ostentoso sepulcro; hasta los caballos del grotesco carro, teatro del último triunfo de la vanidad, sacuden engreídos sus antiguos penachos de plumas de color de ala de mosca, eu tanto que los pilares del templo se revisten de bayetas negras, se alza en el crucero el túmulo tradicional y el maestro de capilla ensaya en el violín un nuevo Dies irae para su última misa de Réquiem.
«Yo soy el dolor de las lágrimas de talco, de las flores de papel y los dísticos en letras de oro.»
«Hoy me toca conmemorar á mis conciudadanos, á los ilustres difuntos por quienes oficialmente lloro, y solo siento, al hacerlo con toda la pompa y el ruido que conviene á su condición, no poder decir