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Gustavo A. Becquer.

ción, y sospechando que tal vez había huido de la casa llevándose alguna cosa de ella, encontró en su secretaire el magnífico aderezo de esmeraldas. ¿Quién había adivinado su pensamiento? ¿Quién había podido sospechar que aún recordaba de cuando en cuando aquellas joyas con un suspiro?

Pasó tiempo y tiempo. Yo sabía que conservaba mi regalo, sabía que se habían hecho grandes diligencias por saber cuál era su origen, y, sin embargo, nunca la ví adornada con él. ¿Desdeñará la ofrenda? ¡Ah! -decía yo-, si supiese todo el mérito que tiene ese regalo; si supiese que apenas le supera el de aquel amante que empeñó en invierno la capa para comprar un ramo de flores! ¡Creerá tal vez que viene de mano de algún poderoso que algún día se presentará, si lo admiten, a reclamar su precio. Cómo se engaña!

Una noche de baile me situé a la puerta de palacio y, confundido entre la multitud, esperé su carruaje para verla. Cuando llegó éste y, abriendo el lacayo la portezuela, apareció ella radiante de hermosura, se elevó un murmullo de admiración de entre la apiñada muchedumbre. Las mujeres la miraban con envidia; los hombres, con deseos. A mí se me escapó un grito sordo é involuntario. Llevaba el aderezo de esmeraldas.

Aquella noche me acosté sin cenar; no me acuerdo si porque la emoción me había quitado las ga-