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El carnaval.

polvo y de miasmas mefíticos, con el estómago ayuno y el pensamiento puesto en el todavía problemático beesteak con patatas, toda esa turba de gentes que se mueve alrededor del Carnaval como en torno á un negocio, más que otra cosa inspira compasión. Ni su música divierte, ni su danza fascina, ni sus bromas agradan. Como la nota pedal del piano en una atronadora sinfonía, en el fondo de toda esa algazara, esa animación y ese bullicio, se oye monótona y constante una palabra que en vano trata de disfrazarse: ¡Miseria! La careta en estas ocasiones es como la placa de metal, y el número que autoriza á implorar la caridad pública, sin temor de ser llevada á San Bernardino. Pero dejemos los aristocráticos salones donde el lujo moderno realiza los prodigios de las mil y una noches; dejemos las calles de la villa del Oso por donde discurren amenazando el bolsillo las mascaradas pedigüeñas y el ambigú de Capellanes, donde las ajadas bailarinas y sus estimadas é inverosímiles madres, en presencia de un helado ó un pastel, suspiran y sienten que no haya en la lista puchero; dejemos en fin el Prado, teatro de las gracias de los tontos con diploma que se pasean vestidos de mujer con cierta coquetería, y trasladémonos á la pradera del Canal. Una larga fila de gentes que se enrosca por entre los raquíticos árboles del paseo, llamado irónicamente, sin duda, de las Delicias, nos enca-