Y á esto queda reducido el Carnaval en el dorado círculo de la sociedad elegante: A una vistosa majadería. A renglón seguido nos sale al paso vestido de tafetanes mugrientos, de percalina roja, de cintas ajadas y de falsos oropeles, la turba de máscaras que durante el día llena las calles de discordes músicas, y á la noche, dejando desiertas las bohardillas y los sotabancos de Madrid, corre frenética de Paul á Capellanes, de la Esmeralda á la Lira de Oro. Y he aquí al pobre Carnaval sirviendo de pretexto y tapadera. Tal estudiante de veterinaria que no se creería con valor para coger una guitarra y sentarse á la puerta de una iglesia en los tiempos normales, llega el Carnaval y se abraza á un figle monstruoso, y pide limosna á trompetazos. Tal otra deidad que ayer desplegaría por aparato, una serie de resistencias y negativas en el dintel del ambigú de Capellanes, hoy á falta de otra cosa, aceptará en Paul un panecillo y un chico de cariñena. Esos infelices que, mustios y fatigados se estacionan en las esquinas vestidos de pajecillos ó de marineros y tienden la pandereta á los balcones, no buscando una sonrisa, una flor ó un furtivo y perfumeado billete de una hermosa, sino una pieza de veinticinco céntimos; esas pobres mujeres que han escatimado de su más que frugal almuerzo la media docena de reales del alquiler del dominó y bailan entre una atmósfera de
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Gustavo A. Becquer.