Mefistófeles escogiese un collar de piedras preciosas como el objeto más a propósito para seducir a Margarita: yo, con ser hombre y todo, hubiera querido por un instante vivir en el Oriente y ser uno de aquellos fabulosos monarcas que se ciñen las sienes con un círculo de oro y pedrería para poder adornarme con aquellas magníficas hojas de esmeraldas con flores de brillantes.
Un gnomo para comprar un beso de una silfa no hubiera logrado encontrar entre los inmensos tesoros que guarda el avaro seno de la tierra, y que solos conocen, una esmeralda más grande, más clara, más hermosa que la que brillaba, sujetando un lazo de rubíes, en mitad de la diadema.
Dueño ya del aderezo, comencé a imaginar el modo de hacerlo llegar a la mujer a quien le destinaba.
Al cabo de algunos días, y merced al dinero que me quedó, conseguí que una de sus doncellas me prometiese colocarlo en su guarda-joyas sin ser vista, y a fin de asegurarme de que por su conducto no había de saberse el origen del regalo, la di cuanto me restaba, algunos miles de reales, a condición de que apenas hubiese puesto el aderezo en el lugar convenido, abandonaría la corte para trasladarse a Barcelona. En efecto lo hizo así.
Juzga tú cuál no sería la sorpresa de su señora cuando, después de notar su inesperada desapari-