melancólico é indefinible. Si el viento de Guadarrama me enrojece la punta de la nariz, exclamo endosándome el gabán de más abrigo: ¡Diantre, sin saber cómo ni por donde, se nos ha entrado el invierno! Y si, por el contrario, el calor me obliga á aflojarme el nudo de la corbata, ya no me cabe duda de que el estío comienza á dorar las mieses y á tostar los hombres.
Hay sin embargo dos solemnidades ó fiestas ó como se las quiera llamar, en el año, que nunca pasan inadvertidas para mí, porque á semejanza de las golondrinas que anuncian la estación templada con su vuelta, las preceden ciertas señales características. Estas son el día de difuntos y el Carnaval. No sé precisamente en qué estación ni en qué mes; pero ello es que hay un día en el año que al pararme distraído delante de una de esas lujosas anaquelerías de la Carrera de San Jerónimo, allí donde otras veces me he detenido á contemplar uno de esos adornos de flores y de plumas destinado á ornar la espesa cabellera de una dama elegante y hermosa, y á besar con sus flotantes cabos de cintas sueltas, su redonda espalda ó su seno mal encubierto por un encaje finísimo, me encuentro con una corona de pálidas siemprevivas, en cuyo centro y entre un diluvio de lágrimas de talco, dice con letras de oro y dos colosales signos de admiración: ¡A mi esposo!