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Los dos compadres.

ocupan el primer término del cuadro, y que embebidos en su plática sólo se interrumpen para dar espacio á sus repetidas libaciones. Tiene el fondo algo de grande é imponente que recuerda el templo. No es esa la borrachera que pasea por las calles su escandalosa exaltación: no es esa la embriaguez que se desata en improperios, incita al crimen y se desploma en el arroyo para acabar desvaneciéndose en un sueño febril sobre la paja de un calabozo. Reina una paz, se trasluce una unción tan profundas en el uno de sus héroes; rebosa en el otro, aunque grotesco, un sentimentalismo tan propio de la chispa expansiva, que entre los dos puede decirse que completan el ideal del bebedor clásico. Basta fijarse en esa escena aislada de la eterna comedia popular para conocer el teatro de la acción, reconstruir el prólogo y adivinar el desenlace.

La amplia capa, el sombrero colosal y la fisonomía característica del compadre grave, denuncian al menos conocedor el tipo de un manchego. ¿Quién no reconoce en su alter ego un labrador aragonés? Son los representantes de las dos provincias madres del vino, que beben á pasto las masas, del verdadero vino nacional, del que presta genio y carácter propios al pueblo español. ¿Dónde se han conocido? ¿De qué fecha data su amistad? ¿Por qué acaso se encuentran juntos? No importa averiguarlo. Después que la campana de la