vino es el ronquido formidable del Sileno griego. El alcohol ha legado á los hombres como un don funesto el delirium tremens.
No nos es fácil, pues, calcular todo el efecto que haría en una raza nueva más tranquila, más fuerte, menos propensa á la exaltación, ese secreto y misterioso impulso que despierta la actividad de las facultades, ese fluido que circulando con la sangre comienza por aligerar su curso, aguijonear las ideas perezosas y abrir los poros del alma á los sentimientos y las emociones. Con razón creyeron que sólo un Dios podía haber hecho á los hombres tan agradable presente. ¡Evoe! ¡evoe! gritaban los sacerdotes invocando á Baco. «Baja á nosotros», añadían, apurando copa tras copa, y cuando la embriaguez divina agitaba sus miembros, cuando el vapor del líquido subía á su cabeza, exclamaban llenos de místico alborozo: «El Dios ha bajado».
La mano del tiempo ha derribado la divinidad, aunque no se ha perdido el culto. Al cambiar de épocas, hemos despojado á sus adoradores del carácter sagrado con que se revestían. Después de arrebatarle el tirso, la corona de pámpanos y la piel de tigre, hemos dejado al sacerdote del antiguo templo en cuyo vestíbulo nació la tragedia clásica, convertido en el borracho vulgar que se desploma á la puerta de la taberna.
A pesar de todo, lejos del agitado círculo en que