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Gustavo A. Becquer.

mejor si se tratara, en efecto, de una mujer en cuyos ojos hay abismos y en cuyo corazón pueden presumirse tempestades; pero... ¡una niña de tres á cuatro años!

— ¡Una niña! ¿Y qué importa eso? — proseguí volviendo á la carga sin desconcertarme; — en la simiente está la flor con sus tallos flexibles, su follaje de verdura, su cáliz lleno de miel y sus pétalos irisados. En la niña está la mujer, porque está su espíritu. Por ventura, al desenvolverse su organismo, ¿se escapa uno y le infunde otro? No: el alma está allí, la misma que ha de arrostrar tantos combates y estremecerse al contacto de tantas pasiones. Y después de todo, la niña, ¿qué es más que la ola que se levanta?... Allá en el fondo, junto á la arena blanca, surge una ola imperceptible, suspira apenas, como suspira la seda, y parece el ligero pliegue de una tela azul; esa ola que nace ahí, se la puede seguir con la mirada al través del Océano, porque no se deshace, no; sube y baja para volverse á levantar más lejos herida del sol, coronada de espuma y cantando un himno sonoro... Pero es la misma; la misma que más allá aún, salta y se rompe en polvo menudo y brillante contra las rocas, por cuyos flancos trepa rabiosa como una culebra que silba y se retuerce: la misma que cansada de luchar cae sombría y se lanza gimiendo al través de la inmensidad de las aguas para ir