En el mismo punto en que este romance vino á mi memoria, se ofrecieron á mis ojos las ásperas cumbres que según la tradición ocupaba el ejército francés. El dentellado y fantástico perfil de aquellas crestas, parece que fingen destacarse entre las nubes que el viento arremolina á su alrededor, grupos de soldados armados de largas picas, estandartes que tremolan, cascos bruñidos donde llamea el sol y cuyas cimeras forman un bosque de plumas.
De una parte está Carlo-Magno con su brillante cohorte de héroes, que ha engrandecido la leyenda; de la otra los vascones y los árabes, sus aliados en esta jornada. Roldan en lo alto del monte amenazando caer sobre las huestes de sus enemigos como una avalancha; Bernardo en la llanura, esperando á pie firme su embate. Roldan tiene lleno el mundo con la fama de sus proezas; Bernardo es casi un guerrero desconocido fuera de los límites de su país.
Doña Alda, la esposa del guerrero francés, ve esta escena tal como yo me la representaba entonces en la imaginación.
Un sueño soñé, doncellas,
que me ha dado gran pesar;
que me veía en un monte
en un desierto lugar.