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El Aderezo de Esmeraldas.

día tener un eco semejante, y encontré en efecto que lo era, y de una mujer hermosísima. No pude contemplarla más que un momento y, sin embargo, su belleza me hizo una impresión profunda.

A la puerta de la joyería de donde había salido estaba un carruaje. La acompañaba una señora de cierta edad, muy joven para ser madre, demasiado vieja para ser su amiga. Cuando ambas hubieron subido á la carretela, partieron los caballos, y yo me quedé hecho un tonto, mirándola ir hasta perderla de vista.

¡Qué hermosas esmeraldas!, había dicho. En efecto, las esmeraldas eran bellísimas: aquel collar, rodeado a su garganta de nieve, hubiera parecido una guirnalda de tempranas hojas de almendro, salpicadas de rocío; aquel alfiler sobre su seno, una flor de loto cuando se mece sobre su movible onda coronada de espuma. ¡Qué hermosas esmeraldas! ¿Las deseará acaso? Y si las desea, ¿por qué no las posee? Ella debe ser rica y pertenecer a una clase elevada; tiene un carruaje elegante, y en la portezuela de ese carruaje he creído ver un noble blasón. Indudablemente hay en la existencia de esa mujer algún misterio.

Estos fueron los pensamientos que me agitaron después que la perdí de vista, cuando ya ni el rumor de su carruaje llegaba a mis oídos. Y en efec-