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Gustavo A. Becquer.

acepté la proposición, y mi amigo comenzó de esta manera su historia:

— Hace algún tiempo, una noche en que salí á dar vueltas por las calles sin más objeto que el de dar vueltas, después de haber examinado todas la colecciones de estampas y fotografías de los establecimientos, de haber escogido con la imaginación delante de la tienda de los Saboyanos los bronces con que yo adornaría mi casa, si la tuviese, de haber pasado, en fin, una revista minuciosa á todos los objetos de artes y de lujo expuestos al público detrás de los iluminados cristales de las anaquelerías, me detuve un momento en la de Samper.

No sé cuánto tiempo haría que estaba allí regalándole con la imaginación a todas las mujeres guapas que conozco; á ésta, un collar de perlas; á aquélla una cruz de brillantes; á la otra unos pendientes de amatistas y oro. Dudaba en aquel punto a quién ofrecería, que lo mereciese, un magnífico aderezo de esmeraldas, tan rico como elegante, que entre todas las otras joyas llamaba la atención por la hermosura y claridad de sus piedras, cuando oí á mi lado una voz suave y dulcísima exclamar con un acento que no pudo menos de arrancarme de mis imaginaciones: «¡Qué hermosas esmeraldas!»

Volví la cabeza en la dirección en que había oído resonar aquella voz de mujer, porque sólo así po-