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Gustavo A. Becquer.

es cosa que por lo evidente no necesita demostración. Sin embargo, el cielo, la luz, el aire, los bosques, los ríos, las flores, las montañas, la creación, en fin, todo nos dice que subsiste la pereza. ¿Dónde está la variación? El hombre ha comido la fruta prohibida; ha deseado saber; ya no tiene derecho á ser perezoso.

— ¡Trabaja, muévete, agítate para comer! Esto es tan horrible, como si nos dijeran: — ¡Da á esa bomba, suda, afánate para coger el aire que has de respirar!

¡Cuántas veces, pensando en el bien perdido por la falta de nuestros primeros padres, he dicho en el fondo de mi alma, parodiando á Don Quijote en su célebre discurso sobre la edad de oro: —Dichosa edad, y dichosos tiempos aquellos en que el hombre no conocía el tiempo, porque no conocía la muerte, é inmóvil y tranquilo gozaba de la voluptuosidad de la pereza en toda la plenitud de sus facultades! —Caímos del trono en que Dios nos había sentado; ya no somos los señores de la creación; sino una parte de ella, una rueda de la gran máquina, más ó menos importante, pero rueda al fin, condenada, por lo tanto, á voltear y á engranarnos con otras, gimiendo y rechinando, y queriéndonos resistir contra nuestro inexorable destino. Algunas veces la pereza, esa deidad celeste, primera amiga del hombre feliz, pasa á nuestro