Al través de ellos se divisaba casi todo Madrid.
Madrid, envuelto en una ligera neblina, por entre cuyos rotos jirones levantaban sus crestas oscuras las chimeneas, las buhardillas, los campanarios y las desnudas ramas de los árboles.
Madrid sucio, negro, feo como un esqueleto descarnado, tiritando bajo su inmenso sudario de nieve.
Mis miembros estaban ya ateridos; pero entonces tuve frío hasta en el alma.
Y sin embargo, yo había vuelto á respirar la tibia atmósfera de mi ciudad querida; yo había sentido el beso vivificador de sus brisas cargadas de perfumes, su sol de fuego había deslumbrado mis ojos al trasponer las verdes lomas sobre que se asienta el convento de Aznalfarache.
Aquel mundo de recuerdos lo había evocado como un conjuro mágico un libro.
Un libro impregnado en el perfume de las flores de mi país; un libro, del que cada una de las páginas es un suspiro, una sonrisa, una lágrima ó un rayo de sol; un libro, por último, cuyo solo título aún despierta en mi alma un sentimiento indefinible de vaga tristeza.
¡La soledad!