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Gustavo A. Becquer.

A los pocos minutos se oyó el rumor de un caballo que se alejaba al galope. La hermosa, con una radiante expresión de orgullo satisfecho que coloreó sus mejillas, prestó atento oído á aquel rumor, que se debilitaba, que se perdía, que se desvaneció por último.

Las viejas, en tanto, continuaban en sus cuentos de ánimas aparecidas; el aire zumbaba en los vidrios del balcón, y las campanas de la ciudad doblaban á lo lejos.


III


Había pasado una hora, dos, tres; la media noche estaba á punto de sonar, y Beatriz se retiró á su oratorio. Alonso no volvía; no volvía, cuando en menos de una hora pudiera haberlo hecho.

— ¡Habrá tenido miedo! exclamó la joven cerrando su libro de oraciones y encaminándose á su lecho, después de haber intentado inútilmente murmurar algunos de los rezos que la Iglesia consagra el día de difuntos á los que ya no existen.

Después de haber apagado la lámpara y cruzado las dobles cortinas de seda, se durmió: se durmió con un sueño inquieto, ligero, nervioso.

Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Bea-